A 80 años de la creación de las cámaras de gas:
el nazi más vil, alcohol para los verdugos y la fábrica de matar
En junio de 1942 comenzaron a funcionar a pleno en los distintos campos de exterminio nazis. Su función: matar de manera masiva. Cómo motivaban a los soldados para convertirse en máquinas deshumanizadas. La competencia entre Rudolf Höss y de Odilo Globocnik en sus carreras criminales
Ochenta años atrás, la fábrica de asesinar más enorme y cruel creada por el hombre funcionaba a plena capacidad. Para junio de 1942, los nazis pusieron en marcha en diversos campos de concentración y de exterminio las cámaras de gas, el método definitivo y masivo para matar a millones de personas, que venían desarrollando desde hacía unos meses. Hasta ese momento, habían estado buscando un sistema eficaz que les permitiera conseguir sus fines criminales.
Las primeras matanzas masivas de prisioneros las ejecutaron verdugos que disparaban en la nuca de las víctimas. Soviéticos, judíos y enfermos e inválidos caían en grandes fosas o se apilaban formando montañas de cadáveres. Los jefes nazis provocaban a sus subordinados. Hacían pasar vergüenza a los timoratos y castigaban con severidad a los que no se mostraban dispuestos a asesinar con premura. Algunos se comparaban con otros batallones y entablaban carreras homicidas para motivarlos. Jugaban por el cetro de quién era el que mataba más gente.
Las víctimas eran cada vez más numerosas. Día a día llegaban nuevas delegaciones de detenidos que serían ultimados. Muy rápidamente el sistema de los disparos a quemarropa se mostró poco práctico.
Varios de los soldados de las SS estaban dispuestos a continuar con la tarea. Eran robots deshumanizados e interpretaban cualquier acción como si se tratara de un valeroso y justo accionar de guerra, una medida más para eliminar a los bolcheviques y judíos (o, mejor aún, a los que reunían las dos condiciones). Esa era su labor sin importar los métodos. Los habían convencido de que eso era lo que su patria necesitaba de ellos.
Había también, en esos primeros tiempos de la masacre, algo de competencia de testosterona, de quien era el que mataba más, el que soportaba mejor el trabajo. Una prueba de carácter, un certamen atroz. El más impiadoso era el que más felicitaciones recibía de sus jefes y más admiración cosechaba entre sus pares. Los comandantes también crearon un sistema de beneficios para motivarlos. Hasta propiciaban que se profanaran los cadáveres o se incurriera en la burla y el humor negro para que intentaran olvidar la calidad de individuos de las víctimas.
La propaganda nazi machacaba con los crímenes atroces de los soviéticos y de cómo trataban a los soldados alemanes tras el comienzo de la Operación Barbarroja. Los integrantes de las SS sentían, según afirma Nikolaus Waschman en su monumental KL. Una historia de los Campos de Concentración, “que la cúpula nazi les había confiado una misión de tal envergadura que debía colmar de orgullo y de sentido del deber a los asesinos”.
El principio que regía la participación era inverso al que se impuso luego con las cámaras de gas y los Sonderkommandos, un grupo limitado de prisioneros que ejecutaban esas tareas. En los fusilamientos masivos la idea era que estuvieran involucrados la mayor cantidad de efectivos posibles, de cualquier rango, para convencerlos de que era una tarea de todos y necesaria. Los jefes, con frecuencia, eran los que daban los disparos iniciales para que cundiera el ejemplo.
Casi nadie se negaba a intervenir. Una excepción, uno de los pocos con el coraje para decir no, fue Karl Minderlein, un comandante de Dachau que estaba allí desde 1933 y se negó a participar de las matanzas. Discutió con sus superiores, desobedeció órdenes directos hasta que fue confinado varios meses en aislamiento absoluto. Luego fue enviado a una colonia penal hasta el fin de la guerra.
La demonización y deshumanización del enemigo y de sus víctimas trajo otros inconvenientes. Como los judíos y los soviéticos eran los causantes de todos los males, los soldados estaban convencidos que se podían contagiar enfermedades terribles al estar en contacto con ellos. Eso desató una ola de terror entre las tropas. Muchos usaban precarios trajes protectores y máscaras de celofán. El mal estado de los prisioneros, el hacinamiento y los cadáveres expuestos y amontonados confirmaron esos temores y se propagaron varios males. El tifus se cobró muchas vidas.
Ese festival sangriento e inclemente, como no podía ser de otra manera, afectó el ánimo de muchos. El atajo más sencillo fue el del alcohol. Tomar para olvidarse, tomar para encontrar coraje, para afrontar lo imposible. Pero si en los primeros días, el alcohol permitió que a la jornada siguiente los verdugos estuvieron disparando contra las nucas de los indefensos, muy poco después fue causal de estragos varios. Peleas permanentes, colapsos, insubordinación (porque libera los frenos inhibitorios para todo). El alcohol hacía emerger la violencia y escondía los escrúpulos para todas las actividades.
Los verdugos eran gratificados con beneficios varios. Salidas, pagos extras, banquetes. Himmler en persona se encargaba de distribuir estos premios. A algunos hasta les tocaron unas vacaciones, siempre en grupo, en Italia. Los verdugos borrachos completamente destrozaron hoteles, provocaron peleas y hasta cometieron varios asesinatos. Debieron regresar a los campos.
Estas masacres cotidianas empezaron a hacer mella en los soldados. Estaban los atormentados, los que vivían borrachos para poder soportar ese festival de muerte y, también los que habían perdido toda noción moral y que ya no conocían límites volviéndose inmanejables. Por otra parte se les sumaba un problema logístico: el número de sus víctimas crecía día a día. No daban abasto para cavar fosas comunes, para volver a tapar con tierra los cuerpos que por la liberación de gases volvían a emerger a la superficie o para cremarlos en inmensas fogatas. Lo primero que mandaron a construir fueron vastos crematorios.
Para no terminar de desmoronar a sus hombres y para poder cumplir con la misión encomendada de exterminar el mayor número de personas posibles debían concebir otros métodos de aniquilamiento.
Probaron con los camiones sellados, con el monóxido de carbono y con otros gases letalesque mataban a los prisioneros de manera bastante veloz y sin que hubiera que dispararle uno por uno. Pero esas matanzas todavía no eran lo suficientemente masivas.
A fines de 1941 se probó en Auschwitz un sistema con el que ya otros lagers estaban experimentando. Se arrastró a varios comisarios soviéticos recién llegados hasta el Bloque 11, un lugar alejado de las barracas principales, para evitar que el resto de los prisioneros y muchos de los soldados fueran testigos de lo que iba a ocurrir. Se los hizo entrar en un bunker sellado (puertas cerrados herméticamente y ventanas tapiadas con cemento y ladrillo) y se lanzó ácido prúsico, el Zyklon B, que hasta ese momento se utilizaba para fumigar plagas en grandes construcciones.
El operativo estuvo a cargo de Karl Fritzsch, que durante años se vanaglorió de ser el inventor de las cámaras de gas, aunque todo indica que ni siquiera tuvo ese infame mérito porque él sólo fue el ejecutor.
El bunker, que estaba en un sótano del Bloque 11, fue llenado de soviéticos y de enfermos con escasa o nula movilidad. Casi no quedaba lugar. De pronto se liberó el gas. Pese al hermetismo del lugar desde afuera se escucharon los gritos desesperados de los que estaba muriendo asfixiados por el veneno. El gas los destruía por dentro.
La prueba había sido un éxito. Habían matado en pocos minutos a centenares sin que ningún soldado hubiera oficiado de verdugo directo.
Cuando abrieron el bunker, dotados de máscaras antigas, el espectáculo era horroroso. Pero poco después se convertiría en una imagen cotidiana. “Las víctimas se habían mordido y arañado entre ellos en ataques de locura y desesperación. Era espeluznante. Yo había visto muchas escenas macabras en el campo pero todos esos hombres asesinados de esa manera… me mareé y me puse a vomitar”, contó mucho después el polaco Adam Zacharski, un testigo de ese momento tal como consigna Wachsmann en su obra.