Juicio a las Juntas:los estremecedores testimonios de los sobrevivientes de las torturas y el horror
El 22 de abril de 1985, hace 37 años, comenzó el histórico proceso a los miembros de las tres primeras juntas militares de la dictadura. Hasta ese momento, millones de argentinos ignoraban el infierno vivido por las víctimas del Estado Terrorista implantado el 24 de marzo de 1976. Los crudos relatos de los que fueron vejados, picaneados y encapuchados y el espanto de Jorge Luis Borges
“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. He escuchado a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico (pero el hombre) hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz”, escribió Jorge Luis Borges para exorcizar su espanto.
El Juicio a las Juntas Militares de la dictadura había empezado el 22 de abril de 1985 y, dos meses después, el escritor –que había recibido con beneplácito el golpe del 24 de marzo de 1976 que derrocó a Isabel Perón – quiso presencia una de las audiencias. Le pidió al periodista Néstor Montenegro, con quien estaba grabando unos diálogos, que lo acompañara. El 22 de julio, con 85 años a cuestas y sin ver casi nada, lo encontró sentado en la sala del tribunal.
“Salió horrorizado por lo que había escuchado”, recuerda su biógrafo, Alejandro Vaccaro.
Por esos días, millones de argentinos sentían lo mismo que Borges, aunque no pudieran expresarlo con su palabra precisa. Los testimonios de las víctimas de la dictadura que se escuchaban en el juicio –y reproducían los diarios– sacaban a la luz para una buena parte de la sociedad lo que muchos ignoraban o, simplemente, no habían querido saber: el infierno subterráneo del plan sistemático de represión ilegal de la dictadura, infinitamente peor al terror que había impuesto en la superficie.
Juzgar a los dictadores
La democracia recuperada en la Argentina no había cumplido un año y medio de vida cuando comenzó el juicio.
Raúl Alfonsín había prometido en la campaña electoral de 1983 que se iba a juzgar a los dictadores y, en la primera semana de mandato, estableció que el juicio a los responsables de las violaciones a los derechos humanos lo realizaría el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y que la instancia de apelación debía ser la Cámara Federal de la Capital. Para que eso sucediera se tuvo que modificar, luego de una ardua negociación en el Congreso, el Código de Justicia Militar. No fueron pocos los diputados y senadores que se opusieron, para ellos la represión de la dictadura estaba justificada.
En septiembre de 1984, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas comunicó a la Cámara Federal que no iba a emitir sentencia en la causa que se había iniciado en diciembre de 1983. Fue entonces que la Cámara Federal tomó el control del juicio y ordenó que el Consejo Suprema le enviara las fojas del expediente, que eran miles.
Fueron acusados los nueve comandantes de las tres primeras juntas militares: los generales Jorge Rafael Videla, Leopoldo Galtieri y Roberto Viola; los almirantes Emilio Massera, Armando Lambruschini, Jorge Anaya y los brigadieres Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo. Ocho de ellos contrataron abogados particulares, solo Videla decidió ser representado por un defensor oficial.
La acusación estaba a cargo del fiscal Julio César Strassera, secundado por Luis Moreno Ocampo y Aníbal Ibarra. La enorme cantidad de delitos de lesa humanidad registrados por Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), casi diez mil, hizo que la acusación utilizara el mismo mecanismo que aplicaba el Consejo Europeo de Derechos Humanos: presentar solo casos paradigmáticos.
La fiscalía presentó 709 casos y la Cámara Federal examinó 282. Testimonios del infierno subterráneo del Estado Terrorista, pero también de la brutalidad y la ignorancia de los dictadores y sus esbirros.
Parir en un auto, esposada
Adriana Calvo de Laborde, licenciada en Física, fue la primera víctima que declaró en el juicio y su testimonio –potente, claro, preciso, desgarrador – estremeció. Contó que fue secuestrada el 4 de febrero de 1977 en su casa de Tolosa, en las afueras de La Plata, y que pasó por varios Centros Clandestinos de Detención y Tortura del llamado Circuito Camps hasta terminar en El Pozo de Banfield.
Estaba embarazada y el 15 de abril empezó con el trabajo de parto. Tuvo a su hija en el piso de un auto, encapuchada y con las manos atadas.
“Mi trabajo de parto comenzó alrededor de las 7 de la noche, supongo era de tardecita ya, era mi tercer hijo, ya sabía que iba a nacer muy rápido. Las demás comenzaron a llamar nuevamente al cabo de guardia. Después de muchas horas, yo ya estaba prácticamente con contracciones de parto, llegó un auto, un patrullero, me subieron al auto y salimos. Adelante iban dos personas de civil, el auto era un patrullero, yo lo vi y detrás iba una mujer que yo entiendo se trataba de Lucrecia, por la descripción que me habían hecho de ella las chicas: era una mujer de flequillo, de pelo muy negro, de pelo muy lacio y ojos muy grandes. Iba detrás en el asiento, ella iba sentada junto a una ventanilla, yo iba acostada en el auto, ya no daba más (…)”
“Yo iba acostada en el auto, vendada, los ojos vendados y con las manos atadas atrás. Me dediqué, absolutamente todo el tiempo que duró el viaje, a decirles que yo me iba en libertad, que ellos me habían dicho que me largaban, que me llevaran a un hospital. Ellos me dijeron que me llevaban a un hospital, me decían que sí, me decían sí a todo, me insultaban, les decía que estaba por nacer mi criatura, que no podía aguantar más, que pararan, que no era mi primer hijo, yo sabía que estaba por nacer. Lucrecia no hacía nada, el que manejaba y el que lo acompañaba se reía, me decía que era lo mismo, que igual me iban a matar, iban a matar al chico, qué me importaba. Por fin, yo no sé ni cómo alcancé a sacarme la ropa interior para que naciera, realmente no lo recuerdo. Les grité, íbamos a toda velocidad por la ruta que une La Plata con Buenos Aires, y yo les grité ‘ya nace, no aguanto más’, y efectivamente nació, nació mi beba. Lucrecia gritaba ‘ya nació’ (…)”
“Mi beba nació bien, era muy chiquita, quedó colgando del cordón, se cayó del asiento, estaba en el piso, yo les pedía por